miércoles, 10 de septiembre de 2014

EL COMPADRE DEL JUEZ
Wilson A.  Acosta S.         

Las nueve en punto marcan las manecillas del antiguo reloj  que cuelga de  la pared del salón donde se celebran las audiencias. Es una soleada mañana del mes de julio.  A pesar de la hora el calor amenaza con hacer estallar el termómetro de la vieja oficina. Por la calle frontal las personas transitan animadas por sus urgencias, desafiando el endemoniado calor.  Mortificados por esos rayos del sol que arden sobre sus cabezas. Ni un árbol aparece en todo el trayecto que mitigue con su sombra  ese tormento.

El Alguacil de Estrados un joven trigueño luciendo camisa blanca, corbata negra,  saco azul impecable, despidiendo aun el olor al aromático jabón de Para Mí que utilizó en su aseo personal hace  apenas breves minutos, pone a sonar con estridencia el timbre que llama a la audiencia anunciando la inminente aparición del Juez.

Es una rutina de siglos que se ha repetido hasta nuestros días, con la  diferencia de que ahora para ser Juez o Fiscalizador es obligatorio tener una licenciatura en ciencias jurídicas, además de cursar estudios técnicos  en  escuelas especializadas.

Nuestra historia tiene como escenario el principio de  la primera mitad del siglo veinte cuando cualquier ciudadano sin preparación jurídica,  casi siempre con poca escolaridad, podía ser designado juez.
 Aconteció, así me lo contaron, en un pequeño pueblo del Sur, en una vieja casa de madera y zinc con pisos de cemento que además de dos habitaciones en las que operaban las oficinas tenía un salón donde se celebraban las audiencias,  de  pequeñas dimensiones, con estrados estrafalarios,  bancos raídos.
 Frente al juez un cristo descuidado en una irreverente postura daba la sensación de haber sufrido un grave accidente, pues  el soporte sobre el cual se erguía fue quebrado cuando un borracho acusado de fullero se envalentonó desafiante e  intento agredir al magistrado alegando su inocencia recibiendo como respuesta un tremendo estacazo de manos del irascible funcionario…

 El renovado tintineo del timbre del alguacil puso en alerta a los hombres y mujeres de aquel vecindario, asiduos concurrentes a las audiencias donde se discutían los más inverosímiles casos y se hacían valer las más extrañas y disparatadas jurisprudencias; puros artificios de leguleyos para impresionar al público presente, para engañar la ignorancia de jueces y fiscales semialfabetas.

Eladio Loronga, general nombrado por decreto, antiguo diputado del régimen del presidente Lilis, un anciano alto de contextura atlética, mulato de ojos grises, pelo crespo y tez clara casi blanca, con mirada de águila, de voz firme como una roca, da  un fuerte golpe con el mallete sobre el estrado  dejando abierta la audiencia.

De inmediato el público presente guarda respetuoso silencio porque conoce por experiencia a este hombre que con la reciedumbre de su carácter ha logrado  imponer su criterio  en todas sus decisiones y ha sabido también imponerse  con dureza a título personal en toda la región que tanto le respeta como  le teme.

Los casos que eran normalmente ventilados en aquel juzgado consistían en riñas, escándalos en la vía pública, fullerías, robos menores y daños noxales. En algunas ocasiones los acusados terminaban siendo amedrentados y golpeados por la intolerancia del juez, para luego ser conducidos por la policía municipal a la cárcel improvisada en una habitación construida en el mismo patio del recinto de la alcaldía. Era evidente que allí se administraba una mera justicia patriarcal.

Ese día, Manuel Colon, un respetable campesino criador de ganado vacuno compadre querido y celebrado del señor juez, visitaba por primera vez la sala del juzgado porque sus vacas penetraron al conuco de Pablo Jerez y le causaron gran daño al maíz y  a las habichuelas.  Daño que el alcalde pedáneo del lugar en su calidad de perito valoró en la suma de cinco pesos oro, una suma de dinero respetable para la época. Esta decisión fue impugnada, por lo que se envió el problema al juez. Manuel era un hombre de paz que por primera vez concurría a una audiencia pero tenía fe ciega en su compadre, él asumiría su causa.

Cuando Manuel se despidió aquella mañana de su mujer y de sus hijos iba confiado ante la presencia de su compadre, pensando que lo menos que podía hacer este al verle seria despedirlo con un abrazo, ofrecerle sus excusas por haberle hecho descuidar sus labores obligándolo a hacer ese viaje tan temprano al pueblo.

Ya veré, le decía a su mujer, la cara de alegría que pondrá  mi compadre cuando me vea. Ojalá no intente detenerme en su casa para agasajarme, pues no pienso estar ni un minuto más de lo necesario en el pueblo. Mi tiempo es oro. Mis ocupaciones en el campo son muchas. Al pueblo solo voy con gusto los 24 de agosto a celebrar las fiestas de San Bartolo, a ofrecerle mis ofrendas al santo, y a tirar una canita al aire…

Poco a poco la mañana se acerca al meridiano.  Aparecen los frecuentes remolinos provocados por las altas temperaturas, llevándose de encuentro todo cachivache que se interponga en el camino. Una ráfaga de aire caliente y una nube de polvo penetran la sala del juzgado. Manuel Colon que espera con inquietud su turno sentado casi frente al juez protege su rostro con un pañuelo azul de  rayas blancas a fin de capear  la polvareda.

 Pero lo que más inquietud le produce a nuestro hombre es la aparente indiferencia del compadre ante su presencia. Manuel lo observa a ratos disimuladamente con el rabillo del ojo, para luego llegar a una fatal conclusión: ¡Mi compadre me desconoce!

Cuando al fin el alguacil lo llama a causa Manuel Colón tiene mil interrogantes en la mente, no puede creer lo que está viendo, su compadre le ha negado el saludo. Asustado se detiene como un autómata frente al cristo se siente tan confundido que se le ahogan las respuestas...

El juez inicia el interrogatorio:

_ Dígame su nombre completo _  ¡No lo puedo creer! piensa trémulo Manuel Colón,  el compadre ha olvidado mi nombre.
  Su domicilio.   ¿Cómo? esto es el colmo no sabe ni dónde vivo
¿Cuál es su estado civil, es casado o soltero? Se está mofando de mí.
¿Su profesión cuál es?  ¡Basta! Vociferó fuera de sí  lleno de indignación     dirigiéndose al juez le increpa:

 Entonces compadre usted ya no me conoce, no recuerda haberme visto, no recuerda la casa que usted ha visitado tantas veces en la que ha comido tantos guisos de chivos y de guineas hechos por su comadre. Olvidó también que fue padrino de mi boda y bautizó a mi primer hijo. No sabe usted compadre que siempre me he dedicado a la ganadería, que resido en la sección del Cajuil,  que mi nombre es Manuel Colón…
Manuel abre los brazos y exclama: ¡Qué lejos a llegado usted en su hipocresía!...

Todos los presentes se miran sorprendidos ante aquella peligrosa perorata. Se preguntan quién es este hombre que desafía de ese modo al juez alcalde, desconociendo el ritual indispensable para empezar un interrogatorio; sobre todo, desafiando el mal carácter de aquel personaje que todos temían y respetaban.

 Los más precavidos se levantan sigilosamente de sus asientos a la espera de los acontecimientos…
_ Créanme, prosigue Manuel ahora encarando a los presentes, yo jamás pensé que mi compadre fuese tan falso y tan cara dura. Bien decía mi difunto padre: ¡El hombre del pueblo no es amigo del campesino!

El juez se acomoda en su asiento con aparente calma haciendo un esfuerzo para no estallar. Dirige una fulminante mirada a Manuel Colón y le dice:
 Comprenda señor Colón que usted está frente al juez alcalde de esta  común en su rol de impartir justicia. Ahora bien, cuando usted tenga oportunidad podrá quejarse con su compadre y repetirle todas las locuras que usted acaba de decir. ¡Pero que sea bien lejos de aquí! Le advierto que en el futuro debe cuidarse de exhibir esta actitud de desafío ante la autoridad. Ahora, pague su multa y cubra la indemnización al querellante por el daño que le causaron sus reses.

Cuando Manuel Colón defraudado se dispone a montar su mula para regresar derrotado a la sección del Cajuil lo detiene el vozarrón de trueno de su compadre que le advierte:

  ¡Ah, lo olvidaba! por su rebeldía ante el juez, lo condeno a un día de encierro en la cárcel comunal.

Manuel Colon vivió sin entender la extraña actitud de su compadre. No aceptó las explicaciones que le ofrecían  los amigos mutuos. No sería compadre jamás, juró desde aquel triste momento, de nadie que fuera en el pueblo el juez alcalde.