EL COMPADRE
DEL JUEZ
Wilson
A. Acosta S.
Las nueve en
punto marcan las manecillas del antiguo reloj que cuelga de
la pared del salón donde se celebran las audiencias. Es una soleada
mañana del mes de julio. A pesar de la
hora el calor amenaza con hacer estallar el termómetro de la vieja oficina. Por
la calle frontal las personas transitan animadas por sus urgencias, desafiando
el endemoniado calor. Mortificados por
esos rayos del sol que arden sobre sus cabezas. Ni un árbol aparece en todo el
trayecto que mitigue con su sombra ese
tormento.
El Alguacil
de Estrados un joven trigueño luciendo camisa blanca, corbata negra, saco azul impecable, despidiendo aun el olor al
aromático jabón de Para Mí que utilizó en su aseo personal hace apenas breves minutos, pone a sonar con
estridencia el timbre que llama a la audiencia anunciando la inminente
aparición del Juez.
Es una
rutina de siglos que se ha repetido hasta nuestros días, con la diferencia de que ahora para ser Juez o
Fiscalizador es obligatorio tener una licenciatura en ciencias jurídicas,
además de cursar estudios técnicos en escuelas especializadas.
Nuestra
historia tiene como escenario el principio de la primera mitad del siglo veinte cuando
cualquier ciudadano sin preparación jurídica, casi siempre con poca escolaridad, podía ser
designado juez.
Aconteció, así me lo contaron, en un pequeño
pueblo del Sur, en una vieja casa de madera y zinc con pisos de cemento que
además de dos habitaciones en las que operaban las oficinas tenía un salón donde
se celebraban las audiencias, de pequeñas dimensiones, con estrados
estrafalarios, bancos raídos.
Frente al
juez un cristo descuidado en una irreverente postura daba la sensación de haber
sufrido un grave accidente, pues el
soporte sobre el cual se erguía fue quebrado cuando un borracho acusado de
fullero se envalentonó desafiante e intento agredir al magistrado alegando su
inocencia recibiendo como respuesta un tremendo estacazo de manos del irascible
funcionario…
El renovado tintineo del timbre del alguacil
puso en alerta a los hombres y mujeres de aquel vecindario, asiduos
concurrentes a las audiencias donde se discutían los más inverosímiles casos y
se hacían valer las más extrañas y disparatadas jurisprudencias; puros
artificios de leguleyos para impresionar al público presente, para engañar la
ignorancia de jueces y fiscales semialfabetas.
Eladio Loronga,
general nombrado por decreto, antiguo diputado del régimen del presidente Lilis,
un anciano alto de contextura atlética, mulato de ojos grises, pelo crespo y
tez clara casi blanca, con mirada de águila, de voz firme como una roca, da un fuerte golpe con el mallete sobre el
estrado dejando abierta la audiencia.
De inmediato
el público presente guarda respetuoso silencio porque conoce por experiencia a
este hombre que con la reciedumbre de su carácter ha logrado imponer su criterio en todas sus decisiones y ha sabido también
imponerse con dureza a título personal en
toda la región que tanto le respeta como le teme.
Los casos
que eran normalmente ventilados en aquel juzgado consistían en riñas,
escándalos en la vía pública, fullerías, robos menores y daños noxales. En
algunas ocasiones los acusados terminaban siendo amedrentados y golpeados por
la intolerancia del juez, para luego ser conducidos por la policía municipal a
la cárcel improvisada en una habitación construida en el mismo patio del
recinto de la alcaldía. Era evidente que allí se administraba una mera justicia
patriarcal.
Ese día,
Manuel Colon, un respetable campesino criador de ganado vacuno compadre querido
y celebrado del señor juez, visitaba por primera vez la sala del juzgado porque
sus vacas penetraron al conuco de Pablo Jerez y le causaron gran daño al maíz y
a las habichuelas. Daño que el alcalde pedáneo del lugar en su
calidad de perito valoró en la suma de cinco pesos oro, una suma de dinero
respetable para la época. Esta decisión fue impugnada, por lo que se envió el
problema al juez. Manuel era un hombre de paz que por primera vez concurría a
una audiencia pero tenía fe ciega en su compadre, él asumiría su causa.
Cuando Manuel
se despidió aquella mañana de su mujer y de sus hijos iba confiado ante la
presencia de su compadre, pensando que lo menos que podía hacer este al verle
seria despedirlo con un abrazo, ofrecerle sus excusas por haberle hecho
descuidar sus labores obligándolo a hacer ese viaje tan temprano al pueblo.
Ya veré, le
decía a su mujer, la cara de alegría que pondrá mi compadre cuando me vea. Ojalá no intente
detenerme en su casa para agasajarme, pues no pienso estar ni un minuto más de
lo necesario en el pueblo. Mi tiempo es oro. Mis ocupaciones en el campo son
muchas. Al pueblo solo voy con gusto los 24 de agosto a celebrar las fiestas de
San Bartolo, a ofrecerle mis ofrendas al santo, y a tirar una canita al aire…
Poco a poco
la mañana se acerca al meridiano. Aparecen
los frecuentes remolinos provocados por las altas temperaturas, llevándose de
encuentro todo cachivache que se interponga en el camino. Una ráfaga de aire
caliente y una nube de polvo penetran la sala del juzgado. Manuel Colon que
espera con inquietud su turno sentado casi frente al juez protege su rostro con
un pañuelo azul de rayas blancas a fin
de capear la polvareda.
Pero lo que más inquietud le produce a nuestro
hombre es la aparente indiferencia del compadre ante su presencia. Manuel lo
observa a ratos disimuladamente con el rabillo del ojo, para luego llegar a una
fatal conclusión: ¡Mi compadre me desconoce!
Cuando al
fin el alguacil lo llama a causa Manuel Colón tiene mil interrogantes en la
mente, no puede creer lo que está viendo, su compadre le ha negado el saludo. Asustado
se detiene como un autómata frente al cristo se siente tan confundido que se le
ahogan las respuestas...
El juez
inicia el interrogatorio:
_ Dígame su
nombre completo _ ¡No lo puedo creer!
piensa trémulo Manuel Colón, el compadre
ha olvidado mi nombre.
Su domicilio.
¿Cómo? esto es el colmo no sabe
ni dónde vivo
¿Cuál es su
estado civil, es casado o soltero? Se está mofando de mí.
¿Su
profesión cuál es? ¡Basta! Vociferó
fuera de sí lleno de indignación dirigiéndose al juez le increpa:
Entonces compadre usted ya no me conoce, no
recuerda haberme visto, no recuerda la casa que usted ha visitado tantas veces
en la que ha comido tantos guisos de chivos y de guineas hechos por su comadre.
Olvidó también que fue padrino de mi boda y bautizó a mi primer hijo. No sabe
usted compadre que siempre me he dedicado a la ganadería, que resido en la
sección del Cajuil, que mi nombre es
Manuel Colón…
Manuel abre
los brazos y exclama: ¡Qué lejos a llegado usted en su hipocresía!...
Todos los
presentes se miran sorprendidos ante aquella peligrosa perorata. Se preguntan quién
es este hombre que desafía de ese modo al juez alcalde, desconociendo el ritual
indispensable para empezar un interrogatorio; sobre todo, desafiando el mal
carácter de aquel personaje que todos temían y respetaban.
Los más precavidos se levantan sigilosamente
de sus asientos a la espera de los acontecimientos…
_ Créanme,
prosigue Manuel ahora encarando a los presentes, yo jamás pensé que mi compadre
fuese tan falso y tan cara dura. Bien decía mi difunto padre: ¡El hombre del
pueblo no es amigo del campesino!
El juez se
acomoda en su asiento con aparente calma haciendo un esfuerzo para no estallar.
Dirige una fulminante mirada a Manuel Colón y le dice:
Comprenda señor Colón que usted está frente al
juez alcalde de esta común en su rol de
impartir justicia. Ahora bien, cuando usted tenga oportunidad podrá quejarse
con su compadre y repetirle todas las locuras que usted acaba de decir. ¡Pero
que sea bien lejos de aquí! Le advierto que en el futuro debe cuidarse de exhibir
esta actitud de desafío ante la autoridad. Ahora, pague su multa y cubra la
indemnización al querellante por el daño que le causaron sus reses.
Cuando
Manuel Colón defraudado se dispone a montar su mula para regresar derrotado a
la sección del Cajuil lo detiene el vozarrón de trueno de su compadre que le
advierte:
¡Ah, lo olvidaba! por su rebeldía ante el
juez, lo condeno a un día de encierro en la cárcel comunal.
Manuel Colon
vivió sin entender la extraña actitud de su compadre. No aceptó las
explicaciones que le ofrecían los amigos
mutuos. No sería compadre jamás, juró desde aquel triste momento, de nadie que fuera
en el pueblo el juez alcalde.
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