jueves, 23 de abril de 2015
UN RECUERDO DE POS REVOLUCIÓN
Wilson A. Acosta S. Abril 2015
Fue una noche de diciembre del año 1965, discurría el mes en plena época de celebración navideña.
Vivíamos los azares del período de pos revolución constitucionalista con todas sus consecuencias
y todas sus carencias. No obstante la tragedia, de la que todo el país arrastraba las terribles
secuelas, la tradición de la pascua del Señor nos animaba hacia la reflexión y hacia el sano entretenimiento. Hacía ya tiempo que no teníamos luz eléctrica ni en las residencias ni en las calles,
por lo que en los hogares las amas de casa se vieron en la necesidad de echar manos a las lámparas de querosén que regresaban a cumplir su viejo cometido, del que ya habían sido relevadas por el progreso,
al menos en la ciudad capital.
Santo Domingo estaba a obscuras, sus habitantes estábamos obligados a transitar las calles solitarias peligrosamente salpicadas por disparos perdidos que centelleaban en la total obscuridad que nos cubrió a partir de aquella tarde en que la voz inconfundible de José Francisco Peña Gómez colmó las ondas radiales e inundó la capital con su llamado a respaldar la rebelión de los militares del pueblo, acantonados en el campamento 27 de Febrero situado en las afueras de la capital. La ciudadanía que había perdido el miedo, esperaba con ansias el llamado a la rebelión por lo que de inmediato se tiró a las calles, sedienta de justicia, decidida a librar una de las más contundentes páginas de nuestra historia republicana en contra de la corrupción, del crimen político y de la dictadura, exigiendo a gritos con las armas en las manos la vuelta a la constitucionalidad.
A partir de esa memorable tarde la capital de la república se convirtió en un furioso volcán en plena ebullición.
Como en todas las míticas epopeyas libradas por los pueblos en aras de la libertad, del corazón de ese pueblo en armas emergió un héroe, que tomó las riendas de la lucha y encarnó en el campo de batalla la dignidad nacional: El coronel Caamaño Deñó…
Esa noche de diciembre a la que aludo, mi primo hermano Duarte Rafael Sosa, que Dios tenga en gloria, militar constitucionalista con rango en ese momento de Segundo Teniente FAD, me invitó a una de las fiestas que amenizaba los fines de semana la orquesta de Rodolfo Manzano en un viejo edificio de varios pisos de altura, que una vez fue un Hotel, situado en las inmediaciones del parque independencia. Recuerdo que hubo un tiempo en que se le consideraba orgullosamente uno de los más altos edificios de la capital. Allí en la primera planta de aquel emblemático edificio se daba cita lo más representativo de los combatientes de la guerra patria. Era un lugar exclusivo, donde los presentes, animados por el calor de los tragos, entre el denso humo que despedían los cigarrillos, les daban rienda suelta a su común preocupación por el futuro inmediato de aquellos hombres y mujeres que participaron liderando la gesta. Comentando con tristeza el incierto destino de los militares defensores de la constitución que iban a ser designados en el servicio exterior por el gobierno provisional, apoyado en una fórmula legal pero injusta, ordenada por el poder extranjero para extrañarlos de la patria; y lo que era más importante aún, vislumbrando el futuro incierto del país invadido por una potencia cruel, que frustró sin miramientos las aspiraciones de las mayorías nacionales, dispuesta a imponer su voluntad a los dominicanos. A la par discutían, para que no se olvidase, con lujos de detalles, las historias de aquellos que expusieron sus vidas en combate desigual, y el sacrificio de los que en actos de supremo patriotismo y valentía se inmolaron, cayendo con honor ante la superioridad de la ofensiva de la potencia más grande del mundo….Muchos no lo queríamos aceptar, pero la verdad era que la guerra se había perdido desde el mismo momento en que las fuerzas de la Armada norteamericana el 28 de abril desembarcó sus cuarenta mil marines armados hasta los dientes en la capital de la república…
Traspasamos la puerta de aquel recinto impregnado de olores etílicos. Y entramos de golpe en un ambiente, donde sin duda alguna, se adivinaba al instante el proceso en marcha de una catarsis colectiva...
La sala de fiestas lucia repleta de personas, en su mayoría hombres, envueltos en una rara semi penumbra que la aglomeración y las conversaciones varias de los presentes, ayudaban a enrarecer mucho más. Pude distinguir al coronel Montes Arache convertido por sus acciones bélicas en un ídolo, a quien antes ya había visto en casa de mi tío el coronel E.N. Dr. Armando Sosa Leyba, al comandante Barahona, entre otros tantos héroes de Abril. Esa fue mi primera y creo que la única visita a aquel local, mientras que en cambio mi primo ya era un asiduo y conocido contertulio. Yo apenas tenía tiempo para tales diversiones, mis estudios universitarios que se hallaban en algo más de la mitad de su término no me permitían muchas oportunidades que dedicar a las fiestas…
Hacía rato que la orquesta amenizaba con sus aires musicales, por lo que el ritmo contagioso de un sabroso merengue era el dueño del ambiente. Al compás del rítmico concierto de esos mágicos instrumentos en acción, distinguí el grave sonido, con mi oído de músico frustrado, de un contrabajo del que alguien sacaba filigranas a través de sus cuerdas; atraído por la pericia de aquella ejecución no pude más que acercarme un poco al lugar donde esos maestros de la música mostraban su adhesión de manera tan expresiva y peculiar a la causa constitucionalista, arriesgando su porvenir ante la realidad que nos apabullaba, con el solo interés de dar un poco de esparcimiento y mostrar sus simpatías a aquellos hombres y mujeres de la Patria, que aún no se explicaban el final inesperado de esa empresa gloriosa que solo la intervención foránea pudo malograr. Soñando, estimulados por el alcohol y la música, con nuevas proezas, con futuros episodios de triunfos definitorios y contundentes.
En estos menesteres se enfrascaba la mayoría de los presentes. Tanto así, que a veces me daba la impresión de que los aires musicales no eran sentidos por ellos, que detenidos en una especie de examen del pasado reciente parecían ausentes de la realidad, inmersos en la búsqueda de una explicación política e histórica a los acontecimientos imprevistos que dieron al traste con las legítimas aspiraciones de este pueblo…
Tomamos un espacio cercano al pequeño escenario que ocupaban los músicos. Entonces, cuando nuestra vista logró discernir con claridad a través de la semi penumbra y la humareda que despedían los cigarros de los fumadores, advertí de entre todos los rostros con grata sorpresa la presencia de “Sami” que fungía como el contrabajista de la orquesta que tanta impresión me había causado; nos hizo un guiño como señal de habernos reconocido, por lo que ya al término del set musical lo teníamos con nosotros compartiendo nuestra mesa.
Para mi primo Duarte no hubo sorpresa pues ellos se encontraban con frecuencia en el lugar; ya yo lo he dicho antes, Duarte era un asiduo parroquiano…
Villa Jaragua, o Jaragua, como prefieren llamarle algunos de sus hijos a este pueblo “Sui Generi”, ocupa un lugar de preferencia en mis afectos, por personales e íntimos motivos. Compartí parte de mi juventud con su juventud en mi época. De allí conservo amigos y gratos recuerdo.
A “Sami”, un poco mayor que yo, lo conocí en sus periódicos viajes, cuando ya había partido de Jaragua para la Capital en busca de perfeccionar su arte, lo vi en alguna ocasión tocar la guitarra, pero su fama de excelente músico que trascendió la frontera del país, llegó después a mis oídos. Desde antes éramos amigos. Cuán satisfecho me sentí al compartir con él ese sentimiento común que en esos momentos conmovía y hacía vibrar los corazones de la juventud dominicana; de los que tuvimos la dicha de protagonizar unos y coincidir en el ideal otros, con la gran aventura por la Patria, escrita con la sangre vertida por nuestros más meritorios e inolvidables hermanos, cuya memoria de su ejemplo deberá perdurar en las páginas de nuestra historia para siempre.
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